Esta historia cotidiana de un refugiado empieza cerca de la entrada principal del bazar Palika, en la place Connaught, junto a una parada de metro en la ciudad india de Nueva Delhi. Allí se ubica un hombre acompañado de unos tableros de ajedrez, entre ellos uno que le ha acompañado durante 40 años de su vida, se trata de un refugiado afgano llamado Abdul Samad Nawabi, conocido popularmente como ‘el tío del ajedrez’ o también ‘tío afgano’ o ‘tío Samad’.
Un grupo de personas se reúne diariamente, más de medio centenar, que se ponen a jugar alrededor de los tres tableros que, sacados de una caja negra, Samad ofrece a quien quiera jugar, a la vez que disputa partidas contra cualquier voluntario que se anime.
“La gente me pregunta si tiene que pagar para jugar conmigo; sonrío e invito a jugar. No se trata de ganar dinero, sino es una forma de hacerme feliz” asegura añadiendo que a los que quieren apostar dinero mientras juegan, les pide que se vayan. “No traigo los tableros para que la gente me dé dinero, me encanta este juego y los traigo para que otros disfruten”.
Su recuerdo más querido en los tres años que lleva con esta actividad es el de un niño de siete años que ganó a todos con los que se enfrentó. “No jugué con él por miedo” confiesa.
En India según un informe de 2012, un 70 % de la población ha jugado en algún momento de su vida al ajedrez. El país ha tenido un campeón mundial, Vishwanathan Anand –actual número 11 mundial- y cuenta con seis jugadores entre los cien mejores según la clasificación la federación internacional, FIDE de abril de 2018. Además sus medios de comunicación son de los que más siguen los torneos y campeonatos mundiales.
La policía local tras conocerse su historia a través de diferentes medios de comunicación le pidió que no jugara, ya que se congregaban numerosas personas que podían provocar “incidentes no deseados”. Antes, los propios policías jugaban con él.
Samad está barajando jugar en otros lugares como India Gate, la llamada Puerta de la India, junto al monumento o al próspero barrio de Hauz Khas, al sur de la ciudad, pero sus amigos habituales le piden que se quede.
La historia de este refugiado afgano de 58 años es un largo camino con su tablero en su bolso. Dejó su ciudad natal de Jalalabad en Afganistán, donde sufrió cárcel cuando estudiaba veterinaria durante el régimen prosoviético, llegando a jugar al ajedrez con sus carceleros. En 1989 con el derrocamiento del régimen y las luchas por el poder huye a Pakistán con sus familiares, ya con la posterior caída de los talibanes en 2001 vive temporadas entre su país de origen y el de acogida, como otros millones de sus compatriotas, hasta que finalmente se traslada a India en 2014. En Nueva Delhi, donde reside en una habitación alquilada, hay más de 14.000 refugiados afganos.
Afirma que volver a Jalalabad es imposible por la presencia de talibanes –que en su día, precisamente, prohibieron el ajedrez- y ha solicitado un visado para Canadá. Sus hijos permanecen en Afganistán si bien otra hija, su hermana y su madre están en Estados Unidos y Canadá.
“El ajedrez me hace feliz a pesar de estar lejos de mi familia” afirma, lo que viene a rememorar la famosa frase del gran ajedrecista alemán Siegbert Tarrasch (1862-1934): “El ajedrez, como el amor, como la música, hace felices a quienes lo practican”.