Mi madre, natural de este hermoso y enigmático valle del sur peruano, sostenía con dignidad su soltería, cuando la invisible urdimbre del destino, extendió su manto en el camino…
Era mediados del año 1963 y mi padre en su labor de policía, había sido destacado en el Valle de Majes donde rápidamente fue advertido por varias personas, de no ir de ninguna manera a Huancarqui que era una “tierra de brujas “
Recién instalado en la capital Aplao, la música que llegaba hasta su pensión y sus ímpetus de juventud, lo indujeron a colarse en la fiesta y haciendo una rápida inspección, sus ojos se fijaron en mi madre y el encanto de esa noche transcurrió en reiterados bailes que fueron bruscamente interrumpidos cuando hizo su aparición la severa figura de mi abuela. Probablemente le reprocharía la impertinencia de bailar tanto tiempo con un desconocido
Antes de que se marchara, mi padre a las justas osó preguntarle de dónde era: la resonancia de la palabra Huancarqui hizo que se le pusieran sus pelos de punta. Pasaban los días y prevalecía la cautela de no ir a Huancarqui hasta que le fue encomendada una misión policial en la que un vecino de ese distrito se quejaba de que le estaban robando su plantación de yuca y por lo tanto requería una investigación de la policía. Este lugareño tenía por apodo “el pato” y no toleraba que nadie se lo dijera, incluso él mismo tenía vetado ése término en su léxico. Alguna vez comentó sobre los evidentes graznidos de unos patos -“creo que son gansos…”- Mi padre con su estilo directo y obviamente sin saber nada de ese apelativo, le adujo que no era competencia de la policía cuidar un cultivo privado, ya que ante cualquier descuido les iba hacer “pagar el pato.” Las muecas y resoplidos de este señor mostraban su tremendo estupor hasta que mi padre fue advertido el porqué de esa reacción.
Superada la situación aprovechó para indagar por dónde vivía Zoyla Zúñiga. Grande fue su sorpresa cuando al tocar la puerta, mi madre se la abrió inmediatamente y como era mediodía, lo invitó a almorzar. Toda esa emoción se tornó en resquemor cuando el humeante caldo le hizo recordar el “inminente” peligro que corría al tener que degustar un “mágico brebaje “. Mientras disimulaba con que se enfriara un poco el caldo, las dudas que le acechaban súbitamente se disiparon cuando en los ojos “chinitos” de mi madre, vio limpieza en su mirada…
Tres meses después se casaron y tuvieron siete hijos y pese a su ya lejana partida, mi padre la lleva siempre consigo y le llama “La Reyna”. Para mí también eres mi reyna ya que la sobredosis de amor que me brindaste, siempre será un elixir sublime que me extasia.