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El espectáculo de la inteligencia vista por un físico

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La dificultad para conversar es el primer síntoma de que algo va mal en una empresa humana,

Todo nuevo conocimiento se gana por conversación: observar es conversar con la realidad, trabajar en equipo es conversar con el otro, reflexionar es conversar con uno mismo, hacer crítica es conversar con la reflexión… Conversar es fácil de definir, pero difícil de practicar.

Conversar es, sencillamente, escuchar antes de hablar. Y todo vicio asociado a esta virtud consiste en encontrar la manera de no escuchar para así continuar con el discurso que nos ocupaba antes de que nuestro interlocutor hiciera legítimo uso de su turno. La conversación tiene poco prestigio quizá por su ausencia tenaz durante los 20 años que dura la formación de un ciudadano moderno. Tenemos más habilidad para evitar una conversación que para buscarla. Si solo se aprende por conversación y resulta que nos hemos hecho expertos en no conversar, entonces tenemos un problema. El sucedáneo más socorrido de la conversación es la mera alternancia en el uso de la palabra, pero la intención ya no es crear nuevo conocimiento sino más bien proteger el conocimiento ya adquirido. Así se cultivan los prejuicios y se engrasan las tradiciones. El primer síntoma de que algo va mal en una empresa humana se presenta en forma de dificultad o de excusa a la hora de conversar.

Quizá solo exista una forma de conocimiento en la que el arrinconamiento de la conversación es impensable. Es el ajedrez, un juego que se plantea, ya desde su esencia, como una conversación entre dos colores que se odian (Borges dixit): ahora hablan las blancas, ahora les toca a las negras. ¿Hay algo más suicida para un jugador de ajedrez que seguir el plan propio ignorando el plan del adversario? Este juego-arte-ciencia estimula todas las prestaciones cognitivas (análisis, combinación, concentración, estrategia y táctica, lógica, asunción de errores, paciencia, tesón…), pero su mayor mérito es sin duda el indesmayable ejercicio de la conversación. Solo por eso, el ajedrez debería ser una práctica natural en escuelas y cafeterías universitarias.

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Estamos en el 2005 y mi amigo Miguel Illescas, varias veces campeón de España y gran pedagogo del ajedrez, me presenta a un ciudadano ruso de 15 años que viaja con su joven madre. Se llama Sergei Karjakin y ostenta un récord histórico absoluto ya que consigue el rango de Gran Maestro Internacional (GM) a los 12 años, 7 meses y cero días. En el año 1997 un programa de ordenador de IBM llamado Deep Blue, entre cuyos técnicos está también Miguel Illescas, había derrotado por primera vez a un campeón del mundo que por aquel entonces era Garry Kasparov. Muchos se llevaron las manos a la cabeza. ¿Se acaba el ajedrez? ¿Se puede hablar de computadoras creativas?

En principio, el ciclismo no acaba con el atletismo, ni el automovilismo con el ciclismo, pero el universo del ajedrez ha cambiado. Los jugadores no solo se ayudan con los ordenadores (como ocurriera en un principio) sino que la inteligencia natural y la artificial se funden hoy como primicia de una nueva era.

Estos días, siguiendo las partidas del campeonato del mundo de ajedrez entre el extraterrestre noruego Magnus Carlsen y aquel tímido niño prodigio Sergei Karjakin, hoy ambos de 26 años, he revivido un evento singular que urdimos hace 11 años en CosmoCaixa. Los días 10 y 11 de mayo del 2005, en el escenario del auditorio y ante un público expectante, los grandes maestros Illescas y Karjakin se sientan ante el tablero pertrechados con sus ordenadores.

Las reglas son especiales para la ocasión: ninguno de los dos puede ver las consultas que hace su oponente a su ordenador personal, pero los espectadores contemplan tres tableros: el de la partida real entre ambos y los dos que visualizan las consultas de los jugadores a sus respectivos ordenadores. Además, dos analistas susurran comentarios de todo lo que está aconteciendo. Para deleite de la audiencia varias formas de conversación afloran por primera vez: jugador frente a ordenador, jugador frente a jugador, incluso ordenador frente a ordenador.

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El espectador ve cómo piensa cada jugador porque es testigo de su conversación íntima con una extensión exterior de su memoria y de su capacidad de cálculo. Esta conversación de conversaciones da pistas sobre las intenciones, ideas, dudas, riesgos y miedos. El pensamiento de los dos maestros del ajedrez ha sido literalmente pinchado y la audiencia goza de lo que bien se puede nombrar como el espectáculo de la inteligencia.

 

El espectáculo de la inteligencia -

Por JORGE Wagensberg
Físico

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