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Saviano vs Kasparov: Los dictadores no juegan al ajedrez

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Roberto Saviano y Gari Kasparov juegan al ajedrez en Nueva York. La Repubblica

El escritor italiano narra una reciente partida jugada con el ajedrecista ruso

Crecí jugando al ajedrez. Recibí mi primer tablero siendo niño, regalo de un hombre que con sus historias y su cariño encauzó mi vida. Se llama Vittorio Marguccio. Porque cuando alguien te inicia al ajedrez te está regalando un nuevo camino por el que recorrer el mundo. Los peones desgastados, las casillas descoloridas, los arañazos en la madera, la arena o el mantillo como testimonio de los lugares en los que solía jugar. Lo recuerdo todo de aquel primer tablero.

El juego de ajedrez es un juego violento, el más violento acaso de todos los deportes, por más que me cueste considerarlo un deporte pues es más bien una forma de estar en el mundo. Se puede vivir con el ajedrez y se puede vivir sin el ajedrez: se trata de dos categorías distintas de personas, no existe una tercera.

Conocer a Gari Kasparov, por lo tanto, ha sido para mí una especie de epifanía. Kasparov es un jugador geométrico, pero al mismo tiempo, y a diferencia de muchos otros, no empieza sus partidas con una táctica preestablecida. Para hacerse una idea de la complejidad de este juego basta con pensar que los posibles movimientos en una partida se indican con un uno seguido de 120 ceros. Y en este infinito se mide la potencia de un jugador de ajedrez. Kasparov es un jugador versátil, que sabe ser sólido en el despliegue de su ejército y arreglárselas para lanzar ataques fulminantes y letales. Jugar con él significa tratar de perder disfrutando de la propia masacre ajedrecística o bien —pero sólo si él así lo quiere— dejarse llevar por el juego como un principiante que es iniciado en el tango por un bailarín profesional. No bailará bien, pero por lo menos se divertirá.

Colocamos las hileras de los peones, me deja las blancas. Durante la partida no se habla, de modo que, antes de empezar, le digo que he leído su libro, El invierno se acerca, un incisivo trabajo que cuenta con valentía lo que Putin está haciendo y, sobre todo, lo que se dispone a hacer. Hoy por hoy, de acuerdo con el sistema ELO (que evalúa a los jugadores de ajedrez de todos los tiempos atribuyéndoles una puntuación basada en victorias, derrotas y tablas teniendo en cuenta la fuerza de sus oponentes) Kasparov es de lejos el jugador más grande en la historia. Y a continuación, incapaz de contenerme, le pregunto por qué el mejor jugador de ajedrez de todos los tiempos ha decidido convertirse en el auténtico adversario de Vladímir Putin. «Porque es lo justo,» me responde: «porque es… una vocación», y sonríe. Insisto. Cualquiera que critique el poder acaba viéndose hundido en el barro y devorado. En Rusia, son maestros absolutos de la deslegitimación y, en muchos casos, de la eliminación física de los rivales. No se me ocurre nada mejor que ser directo: ¿por qué arruinarse la vida? Kasparov me mira como si yo hubiera pronunciado la más ingenua de las preguntas. Dice textualmente: «Si llueve, abro el paraguas». La lluvia de fango resbala por él. Lo que realmente le inquieta es que su activismo pueda dañar a su familia: él ahora vive en Nueva York pero su madre sigue todavía en Moscú, y además tiene una esposa, cuatro hijos. «Saben bien que mi vida es esta y en cierta manera la han escogido conmigo». Luego pasa a utilizar el ajedrez para una metáfora: «El ajedrez requiere una estrategia transparente: yo sé lo que tienes y tú sabes lo que tengo; no sé lo que estás pensando, pero por lo menos sé cuáles son tus recursos. Putin, como todos los dictadores, aborrece la transparencia. Prefiere jugar con sus cartas ocultas, porque sólo así, como en el póker, puede tirarse un farol. Los dictadores podrán ser grandes jugadores de cartas, pero nunca serán hábiles jugadores de ajedrez porque para ganar tienen que mentir e intimidar a su adversario. Algo que es inadmisible en el ajedrez».

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Es un amor sano el que le une a este juego. «El ajedrez ocupa el 30% de mi vida». Lo que más le preocupa ahora es la democracia. Y es en Europa donde pone su mirada. Demuestra poseer una visión quirúrgica cuando habla de «una cultura de compromiso que protege a Europa desde 1945, garantizando una cierta estabilidad. Las fronteras eran seguras, el continente estaba en paz. El que ha roto este equilibrio ha sido precisamente Vladimir Putin». Para Kasparov, no darse cuenta de ello es la mayor ingenuidad que las democracias del mundo libre pueden cometer. Me explica todo esto como si me estuviera mostrando la más evidente de las verdades: «Putin representa para Europa un peligro mayor que el Estado Islámico, pone en peligro la existencia misma de Europa. Putin siente fisiológicamente la necesidad del colapso de sus instituciones. Su estrategia consiste en crear y alimentar el caos. Por eso ha entrado en la guerra de Siria, un conflicto que ha provocado un número impresionante de refugiados que ejercen gran presión en las fronteras de Europa poniendo a dura prueba su aguante y estabilidad». Angela Merkel es su principal adversaria, y Kasparov la considera en cambio «el único político valiente en la Europa de hoy». Además, añade, al haber nacido y crecido en la RDA, conoce bien la mentalidad comunista, sabe cómo trabaja el KGB y cuál es su forma de gestionar a los opositores políticos.

Me quedo mirando el tablero y ahora lo veo con otros ojos. Es cierto que el poder no puede jugar al ajedrez, ya que en este juego no se puede medir ni evaluar cada movimiento y cada táctica del oponente. A Napoleón le hubiera gustado llegar a ser un gran jugador de ajedrez pero no lo consiguió. Del ajedrez quería extraer nuevas estrategias que aplicar en campo militar y a la formación del ejército, sin darse cuenta de que incluso los trucos, o los cebos, en el ajedrez deben basarse en la lealtad. «Putin», me sorprende Kasparov, «no se pregunta por qué hace una cosa, sino más bien por qué no la hace». Cada vez que se le hace una concesión a quien llama sin medias tintas «el dictador», su poder crece. No respeta las reglas, no le hace falta buscar motivaciones. Kasparov describe al presidente ruso como un hombre que no tiene noción alguna de lo bueno ni lo malo, tal vez ni siquiera una estrategia a largo plazo. Simplemente «hace todo lo que le resulta útil para reforzar su poder».

Conocer a Gari Kasparov, por lo tanto, ha sido para mí una especie de epifanía

En su libro hay páginas de las que nunca nos repondremos. «Rusia», argumenta Kasparov, «está teniendo serios problemas económicos y financieros, provocados entre otras cosas por la caída del precio del petróleo, de modo que el gasto público sufre recortes en todos sus ámbitos. Excepto en dos». Kasparov levanta dos dedos de la mano derecha, pero no en señal de victoria: «En primer lugar, la seguridad. En segundo lugar, la propaganda». Me habla de su madre que tiene setenta y ocho años, que nació bajo Stalin y que vivió en primera persona la caída de la Unión Soviética. Y recurriendo a sus ojos es como Kasparov pone al descubierto la gran diferencia entre las estrategias de comunicación del pasado y las de hoy: «La máquina de la propaganda soviética siempre tuvo visión de futuro, proyectaba al pueblo hacia una esperanza de crecimiento y grandeza, siempre se tenía presente un objetivo que permitía justificar los infinitos sacrificios y sufrimientos del presente, que un día se verían recompensados por la hermandad comunista. La propaganda de Putin, por el contrario, habla de enemigos, de conflictos, de un mundo hostil a Rusia contra el que Putin se erige como único baluarte. Habla exclusivamente en presente. Sin el Jefe, Rusia no existiría».

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Hace años que trato de estudiar el papel de las organizaciones mafiosas rusas, su propagación por el mundo, la conquista de Nueva York y de Londres. Se encuentran entre las menos estudiadas y descritas. En los pocos casos en los que ocurre, el análisis suele centrarse en su mera apariencia de gánsteres. El que Kasparov me ofrece de la mafia rusa no tiene paliativos: «La Rusia de Putin puede considerarse en cierto modo como el país más mafioso en el mundo, ya que todo el sistema se basa en la fidelidad: a Putin, en primer lugar, y luego en línea vertical descendente. Si eres leal al Jefe eres fiel al sistema, y eso es lo único que importa. Es secundario el que estés manchado por algún delito». Describe la Rusia de Putin como un enorme pulpo cuyos tentáculos se extienden incluso fuera de sus fronteras, es más: «la mayor parte de las inversiones del régimen no están en suelo nacional». Según cuenta Kasparov, Putin ha levantado la red de agentes más sofisticada del mundo entero, una red basada en el dinero y no en la ideología, que opera desde Riga hasta Londres, desde Nueva York hasta Miami. En su condición de exagente del KGB, además, el presidente ruso sabe cómo construir relaciones personales con los jefes de estado en el extranjero. Relaciones que se basan esencialmente en dos mecanismos entrelazados entre sí. El primero es mantener en el extranjero la ilusión de una Rusia conforme a las reglas del juego democrático; el segundo es permitir a la burocracia rusa, a los empresarios, a los millonarios, a los agentes, interactuar sin reglas con la política y la economía del mundo libre.

Kasparov mantiene la calma mientras me habla, conoce el tema y lo expone sosegadamente como el político que es, es decir, como un hombre obligado a convencer repitiendo sus conceptos clave. Pero ¿cómo puede pensar nadie en responder a todo eso con un libro, con reuniones, con lecciones? Es una empresa ingenua, casi tanto como titánica. La respuesta de Kasparov no es romántica en absoluto. Cita un libro de Victor Sebestyen, periodista húngaro, titulado 1946. Su lectura nos da a entender que, un año después del final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo era un infierno. En Grecia había una guerra civil; en Inglaterra se racionaba la comida; Alemania estaba en las garras de la carestía; en China había estallado un conflicto interno masivo; en Calcuta las masacres de musulmanes e hindúes eran moneda corriente. Kasparov me habla de este libro para demostrarme cómo la situación nos parece siempre desesperada, incluso cuando, como en este momento, no lo es tanto como en el pasado. La fuerza de nuestro mundo estriba en pensar a largo plazo, dando vida a instituciones y leyes que funcionen incluso dentro de diez años. Por eso tiene tanta confianza en la palabra como arma.

Lo que más le preocupa a Kasparov ahora es la democracia. Y es en Europa donde pone su mirada.

Después me mira y dice: «La mala noticia es que no podemos saber cuándo va a caer un dictador. La buena noticia es que tampoco él lo sabe. Putin podría permanecer en el poder durante mucho tiempo al igual que muy poco: la actual situación económica en Rusia alcanza niveles tan graves que no cabe excluir una caída repentina del régimen». Sabe que la eventual caída de Putin podría generar un caos ilimitado para su país, pero también sabe que cuanto más tiempo siga gobernando «el dictador», mayor será el precio que le toque pagar a Rusia y a Europa.

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La psicología desempeña un papel fundamental en el ajedrez. Capablanca, por ejemplo, perdió contra Alekhine en 1927 a pesar de ser mucho mejor que él, pues estaba tan seguro de ganar que cuando perdió la partida en la fase inicial se dejó atormentar de tal forma por los errores cometidos que no volvió a mostrarse lo suficientemente lúcido en los encuentros posteriores.

Una pequeña derrota, no hace falta mucho más. Esa es, pues, la estrategia que debe adoptarse con Putin. Forzarle inesperadamente a una capitulación, aunque sea pequeña, sería suficiente para derrumbar su imperio.

Por fin jugamos. Decidimos mover en pocos segundos. Kasparov sacrifica un alfil. Sé que es un cebo, que lo ha hecho a propósito, pero son tan pocas las centésimas de segundo en las que me es dado razonar que me como el alfil, pensando que—puesto que iba a perder de todos modos— por lo menos podré contar que le comí una pieza importante al campeón de todos los tiempos. Pocos movimientos me separan del inevitable colapso y del jaque mate. Recogemos las piezas, cerramos el tablero y Kasparov, con un rotulador, me lo dedica.

Vuelvo a casa sabiendo que tal vez nunca pueda ganar a un adversario tan grande, pero consciente también de que el mero intento de ponerlo en jaque es una obra extraordinaria. Entiendo así por qué un jugador de ajedrez ha decidido convertirse en el gran adversario de Putin. Un jugador de ajedrez sólo puede jugar con inteligencia, con estrategia, con lealtad. No hay ajedrez si no hay libertad.

Fuente: elpais

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