Joseph Hodara
Para quien el ajedrez es un juego infaltable y exigente no será sorprendido al comprobar que para el poeta, periodista y escritor Stefan Zweig constituyó un tema que se reitera en sus múltiples creaciones. Juzgo que fue atraído por la sorprendente afinidad que cabe encontrar entre el número amplio pero limitado de las posibles combinaciones de las letras del abecedario, por un lado, y, por otro, la no menos amplias pero al cabo finitas maniobras de las 32 piezas que habitan el tablero.
En efecto: el artefacto -mecánico o cibernético- que en algún futuro logrará realizar todas las combinaciones posibles – pero finitas – con las 26 o algo más letras de algún abecedario no sólo reinventará todas las obras de un Borges o de un Oz. Alcanzará mucho más: nos dará a conocer todo lo que se ha escrito y todo lo que se escribirá. Y en estas circunstancias, ningún escritor, poeta o periodista podrá entonces sorprendernos con una página novedosa u original.
Algo similar ocurrirá con las peripecias del ajedrez que de momento se antojan interminables. Con el instrumento señalado, su número finito de piezas con sus movimientos severamente concertados nos llevarán a conocer todas las combinaciones posibles, y entonces este juego dejará de apasionarnos.
Felizmente, los cerebros electrónicos no han logrado de momento tal alcance. Y a Stefan Zweig le apasionó no tanto la sabiduría o los desaciertos de una maniobra sino las pasiones que suscita en los jugadores que en silencio -pero con nerviosas ondulaciones corporales- mueven los trebejos. Referencias que se repiten en múltiples obras, desde las biografías -en María Estuardo y en Fouché, por ejemplo- como en sus últimos días en Petrópolis, Brasil, al poner fin a su vida en 1942.
Antes de recordar un dramático ejemplo de la pasión por este juego recordemos tramos de su vida. Nació en Viena en 1881 en el marco de una familia judía acaudalada que jamás dudó de su buen futuro en el marco del imperio austro-húngaro. Stefan -Shaul era su segundo nombre- estudió y se doctoró en la universidad de Viena. Trabajó como periodista en el periódico que Teodoro Herzl dirigía, sin coincidir con las ideas que éste a la sazón divulgaba. Una breve experiencia en las acciones militares de la I Guerra lo transformó en incurable pacifista. Una obra de teatro -Jeremías- tradujo sus lamentaciones y experiencias que observó en estas circunstancias; será llevada a escena en Palestina en el Ohel en 1929, y una década después en Nueva York.
Sus amplios recursos económicos le facilitaron tanto su total dedicación a la literatura como los frecuentes viajes a múltiples partes del mundo, desde India y Japón a Argentina, Uruguay y Brasil. Los 14 ejemplos que señala en Momentos estelares de la humanidad le dieron fama, aunque -confesión personal- su primer libro que llegó a mis manos en la temprana adolescencia fue La curación por el espíritu- Mesmer, Mary Becker Eddy- Freud.
Una partida de ajedrez es el relato que describe y desnuda las pasiones que en silencio suelen perturbar el duelo de los que se entregan al juego. Zweig la ubica en los amplios salones de un trasatlántico que lleva pasajeros que buscan romper la cotidiana rutina moviendo u observando los movimientos de 32 piezas en un limitado tablero. Allí está un primitivo personaje: Mirko Czentovic, campeón mundial de ajedrez, “incapaz en su vida privada de escribir una frase sin faltas de ortografía”. A Mirko no le interesaba jugar con nadie en el barco a menos que se le ofreciera un alto ingreso. Así arrollaba a todos los pasajeros, y cuando se levantaba de la mesa de ajedrez… se transformaba irremisiblemente en una figura grotesca.”
Quien relata conoce a otro personaje -Mc Connor- quien fue rehén de los nazis durante largos meses y en la prisión encontró consuelo rehaciendo múltiples partidas de los grandes maestros del ajedrez. Czentovic y Mc Connor se enfrentan en el tablero, cada uno con la carga de un pasado que aspiran a olvidar. Desplazando las piezas en el tablero, el campeón mundial conoce a un rival que lo supera, con la consiguiente herida de su ego. Mc Connor sabe que debe limitarse a una sola partida a fin de contener a los demonios que le invadieron en su año de prisión. Pero cede y acepta una segunda vuelta. Y entonces le abruma una oscura confusión que lo conduce a la derrota. El recuerdo de las torturas sufridas en manos de los nazis deshace la lógica de su juego.
Moraleja: el ajedrez tiene reglas finitas con casi infinitas combinaciones. Pero sus jugadores son gobernados por experiencias alejadas del diálogo previsible de las piezas.